Tinta Negra "La carrera de la vida"

07 de julio de 2018

_Y me esforcé en aislarme y en reducir todo lo posible el mundo que percibía en esos momentos_. “De qué hablo cuando hablo de correr”, de Haruki Murakami. Hoy escribo y les comparto mi experiencia como corredora, cuáles son mis pensamientos, qué veo y qué siento cuando recorro esos kilómetros que pueden considerarse muchos o pocos, dependiendo de quien me lea. Me inicié hace ocho años más o menos, cuando conviví con alguien que corría. Veía a esa persona correr mientras yo sólo caminaba rápido varios metros detrás. Sin embargo, me entraban unas terribles ganas de echar a correr a su lado, que un día así nomás, me atreví y empecé a trotar. Ese día descubrí una de mis más grandes pasiones y una de las más maravillosas sensaciones. En muchas ocasiones me he preguntado -al ver a una persona corriendo- cuáles podrán ser sus pensamientos, mas no me he atrevido a preguntárselo a ninguna de ellas, porque me parece es una cuestión muy íntima y se necesita mucha confianza para hacerlo. Tampoco nadie me lo ha preguntado a mí. Corro tres o cuatro veces por semana. Al principio lo hice en la pista, luego en el campo de beisbol de la unidad deportiva y ahora lo hago en el andador, y en ocasiones, por el centro del pueblo. He llegado a recorrer hasta siete kilómetros, que me saben a cuarenta y dos. Es mi mayor logro hasta ahora, aunque desearía poder llegar mínimo a los diez. Hubo un tiempo que tuve que parar porque me lesioné, me ocasioné tendinitis en la rodilla izquierda por excederme en el entrenamiento y no descansar ni un solo día de la semana. Todos los días me aventaba siete kilómetros. Como no era –ni soy- experta, no entendí por qué sentía algo parecido a piquetes y punzadas, una especie de descargas eléctricas en ambas piernas. Además, un dolor que se agudizaba por las noches y sólo cedía un poco con los analgésicos. Hasta que alguien –que si sabe de esto- me dijo que era por el exceso de ejercicio. Así que me tuve que resignar a descansar, someterme a tratamiento médico y de fisioterapia para poder restablecerme (todavía hay momentos en que me duele si el esfuerzo o la distancia son más que lo habitual). Pero bueno, ¿qué es lo que pienso cuando corro? Esa es la pregunta que les quiero responder a ustedes que tampoco me lo han preguntado. Cuando corro me formulo preguntas sobre situaciones o cosas que veo al avanzar, por ejemplo: por qué las personas no depositan la basura en los contenedores. A lo largo del andador hay varios, aún así, prefieren tirar su basura en la banqueta o jardineras (latas y botellas de cerveza, vasos y platos de unicel, bolsas de plástico). Encuentro además muchos perros sin dueño, famélicos a leguas y sedientos no sólo de agua, también por cariño. Hembras que es obvio tienen poco de haber parido; quién sabe donde estén sus cachorros que con seguridad en un par de meses multiplicarán el número de perros sin hogar. Descubro cada mañana a hombres en su mayoría o alguna que otra mujer, en estados deplorables, no sé si de ebriedad o drogadicción perpetuos, en apariencia perturbados de sus facultades mentales, tirados o deambulando en las playas negras . Alguno que sin evidenciar pudor, defeca al aire libre. Todas esas personas comparten una característica en común: se encuentran marginados y olvidados por una sociedad que los ignora, que les pasa –pasamos- de lado y de largo aguantando la respiración para que su hediondez no perturbe nuestro olfato. Coincido todos los días con una joven señora acompañada de cuatro niños, que deduzco son sus hijos, cuyas edades oscilan entre los diez y tres años. Siempre van de prisa, corriendo, supongo para que no se les haga tarde para llegar a la escuela. La veo y trato de imaginar su vida, su rutina, sus carencias y deseos. La dejo atrás. Me encuentro a una pareja que camina casi siempre tomados de la mano. Hablan entre ellos, contándose no sé que cosas. Tal vez planeen una vida juntos, tal vez, porque se sonríen al mirar estupefactos el horizonte, cuando apenas el sol se asoma. Se miran esperanzados y felices. Observo el Chute, un pedazo de historia que sigue resistiendo el paso del tiempo ante la mirada indiferente de un pueblo entero. Qué decir de la estructura de la antigua fundición, refugio de indigentes. Cuánta historia desperdiciada, dejada al olvido. Conforme avanzo por la Obregón, me invade un delicioso aroma a pan; es que estoy pasando frente a la panadería El boleo. Cómo me gustaría detenerme a comprar una concha o una pitaya, pero tengo que continuar mi camino y además no llevo dinero. Sigo, sigo hasta dar vuelta por calle once, donde se ubica la cafetería Café Boleriano, al verle me hace recordar a una joven mujer que está en espera de su primera hija. Ella es inteligente, sensible, noble y trabajadora. Y la nombro ya que me ha dado claras muestras de lo que es la sororidad y eso, eso lo valoro, agradezco, y agradeceré siempre. Se llama Sandra. Ya de “bajada”, transitando por la avenida Constitución y con toda la viada, mi carrera se hace más ágil y mi respiración menos dificultosa. Paso frente a un pequeño y concurrido lugar donde venden además de café, pequeñas y deliciosas empanadas de guayaba y cajeta, burritos, empanadas de carne y otras cosas más. Romo, se llama. A partir del día en que lo descubrí, ese pequeño establecimiento se ha vuelto un sitio muy especial, porque tiene algo de nostálgico, de pueblerino, algo muy de nosotros. Y bien, poco a poco me acerco a calle tres, donde decenas de espíritus literarios me cierran el paso. Allí reside el corazón latiente de Santa Rosalía, es allí el nuevo centro de encuentro de lectores de la comunidad. Es allí el punto donde se ubica desde hace cinco meses la nueva librería, “La vendedora de libros”. Volteo a ver su fachada y sonrío al sentir convencida que los sueños sí pueden llegar a hacerse realidad y esa es la más fehaciente de las pruebas. Me siento contenta por haberlo logrado. Unos pocos pasos más adelante está la plaza y el palacio municipal. De allí también emanan espíritus pero de otra estirpe. Espíritus que se han burlado del pueblo, que se dedicaron a saquearlo y a llenar sus arcas personales con el dinero que nos pertenecía a todos. Entristezco por eso, porque formo parte de un pueblo aletargado que nada o poco ha hecho para rebelarse ante tanta corrupción. Y casi para finalizar mi recorrido, observo el bello -por fuera por su estructura y por dentro por su contenido- edificio histórico de la biblioteca regional Mahatma Gandhi. Allí los espíritus literarios no duermen, pululan incesantes en espera de lectores que los lleven a sus casas o los lean allí mismo. Espíritus que no pierden la esperanza de ser acariciados, olfateados, valorados, pero sobre todas las cosas, leídos. Todos estos pensamientos transcurren por mi cabeza mientras mis piernas me llevan a veces con mucho esfuerzo, otras no tanto, a finalizar mi carrera. Pero por poco olvido escribir que también pienso en el amor. En lo sencillo que es y lo complicado que se vuelve, o lo volvemos, o lo vuelvo, o las tres cosas. En lo feliz que me siento –la mayoría de las veces- por sentirlo. Aunque mentiría si no acepto que en algunas otras también me he sentido triste y decepcionada por su culpa. Pienso con mucha frecuencia en todo lo que la vida me da, lo pienso sobre todo al ver mi mar tan majestuoso, al ver salir el sol y sentir su calidez. Al caminar solitaria por las playas negras. Me siento tan afortunada y por ello agradezco. Por fin me detengo ya de regreso al andador y camino unos metros más. Estiro, me hidrato y una vez recuperada, regreso a casa para disponerme a empezar otra carrera. La incesante carrera de la vida. Patricia Valenzuela L. "Sin embargo, poco después de dejar de correr, todo lo que he sufrido y todo lo miserable que me he sentido se me olvidan, como si jamás hubieran sucedido, y ya vuelvo a estar decidido a hacerlo mejor la próxima vez". Haruki Murakami . Lectura sugerida: De qué hablo cuando hablo de correr, de Haruki Murakami.