_Y me esforcé en aislarme y en reducir todo lo posible el mundo que percibía en
esos momentos_. “De qué hablo cuando hablo de correr”, de Haruki Murakami.
Hoy escribo y les comparto mi experiencia como corredora, cuáles son mis
pensamientos, qué veo y qué siento cuando recorro esos kilómetros que pueden
considerarse muchos o pocos, dependiendo de quien me lea.
Me inicié hace ocho años más o menos, cuando conviví con alguien que corría.
Veía a esa persona correr mientras yo sólo caminaba rápido varios metros detrás.
Sin embargo, me entraban unas terribles ganas de echar a correr a su lado, que
un día así nomás, me atreví y empecé a trotar. Ese día descubrí una de mis más
grandes pasiones y una de las más maravillosas sensaciones.
En muchas ocasiones me he preguntado -al ver a una persona corriendo- cuáles
podrán ser sus pensamientos, mas no me he atrevido a preguntárselo a ninguna
de ellas, porque me parece es una cuestión muy íntima y se necesita mucha
confianza para hacerlo. Tampoco nadie me lo ha preguntado a mí.
Corro tres o cuatro veces por semana. Al principio lo hice en la pista, luego en el
campo de beisbol de la unidad deportiva y ahora lo hago en el andador, y en
ocasiones, por el centro del pueblo. He llegado a recorrer hasta siete kilómetros,
que me saben a cuarenta y dos. Es mi mayor logro hasta ahora, aunque desearía
poder llegar mínimo a los diez.
Hubo un tiempo que tuve que parar porque me lesioné, me ocasioné tendinitis en
la rodilla izquierda por excederme en el entrenamiento y no descansar ni un solo
día de la semana. Todos los días me aventaba siete kilómetros. Como no era –ni
soy- experta, no entendí por qué sentía algo parecido a piquetes y punzadas, una
especie de descargas eléctricas en ambas piernas. Además, un dolor que se
agudizaba por las noches y sólo cedía un poco con los analgésicos. Hasta que
alguien –que si sabe de esto- me dijo que era por el exceso de ejercicio. Así que
me tuve que resignar a descansar, someterme a tratamiento médico y de
fisioterapia para poder restablecerme (todavía hay momentos en que me duele si
el esfuerzo o la distancia son más que lo habitual).
Pero bueno, ¿qué es lo que pienso cuando corro? Esa es la pregunta que les
quiero responder a ustedes que tampoco me lo han preguntado.
Cuando corro me formulo preguntas sobre situaciones o cosas que veo al
avanzar, por ejemplo: por qué las personas no depositan la basura en los
contenedores. A lo largo del andador hay varios, aún así, prefieren tirar su basura
en la banqueta o jardineras (latas y botellas de cerveza, vasos y platos de unicel,
bolsas de plástico).
Encuentro además muchos perros sin dueño, famélicos a leguas y sedientos no
sólo de agua, también por cariño. Hembras que es obvio tienen poco de
haber parido; quién sabe donde estén sus cachorros que con seguridad en un par
de meses multiplicarán el número de perros sin hogar.
Descubro cada mañana a hombres en su mayoría o alguna que otra mujer, en estados deplorables, no sé si de
ebriedad o drogadicción perpetuos, en apariencia perturbados de sus facultades
mentales, tirados
o deambulando en las playas negras . Alguno que sin evidenciar pudor, defeca al aire libre. Todas esas
personas comparten una característica en común: se encuentran marginados y
olvidados por una sociedad que los ignora, que les pasa –pasamos- de lado y de
largo aguantando la respiración para que su hediondez no perturbe nuestro
olfato.
Coincido todos los días con una joven señora acompañada de cuatro niños, que
deduzco son sus hijos, cuyas edades oscilan entre los diez y tres años. Siempre
van de prisa, corriendo, supongo para que no se les haga tarde para llegar a la
escuela. La veo y trato de imaginar su vida, su rutina, sus carencias y deseos.
La dejo atrás.
Me encuentro a una pareja que camina casi siempre tomados de la mano. Hablan
entre ellos, contándose no sé que cosas. Tal vez planeen una vida juntos, tal vez,
porque se sonríen al mirar estupefactos el horizonte, cuando apenas el sol se
asoma. Se miran esperanzados y felices.
Observo el Chute, un pedazo de historia que sigue resistiendo el paso del tiempo
ante la mirada indiferente de un pueblo entero. Qué decir de la estructura de la
antigua fundición, refugio de indigentes. Cuánta historia desperdiciada, dejada al
olvido.
Conforme avanzo por la Obregón, me invade un delicioso aroma a pan; es que
estoy pasando frente a la panadería El boleo. Cómo me gustaría detenerme a
comprar una concha o una pitaya, pero tengo que continuar mi camino y además
no llevo dinero.
Sigo, sigo hasta dar vuelta por calle once, donde se ubica la cafetería Café
Boleriano, al verle me hace recordar a una joven mujer que está en espera de su
primera hija. Ella es inteligente, sensible, noble y trabajadora. Y la nombro ya que
me ha dado claras muestras de lo que es la sororidad y eso, eso lo valoro,
agradezco, y agradeceré siempre. Se llama Sandra.
Ya de “bajada”, transitando por la avenida Constitución y con toda la viada, mi
carrera se hace más ágil y mi respiración menos dificultosa. Paso frente a un
pequeño y concurrido lugar donde venden además de café, pequeñas y deliciosas
empanadas de guayaba y cajeta, burritos, empanadas de carne y otras cosas
más. Romo, se llama. A partir del día en que lo descubrí, ese pequeño
establecimiento se ha vuelto un sitio muy especial, porque tiene algo de nostálgico, de pueblerino, algo muy de nosotros.
Y bien, poco a poco me acerco a calle tres, donde decenas de espíritus literarios
me cierran el paso. Allí reside el corazón latiente de Santa Rosalía, es allí el nuevo
centro de encuentro de lectores de la comunidad. Es allí el punto donde se ubica
desde hace cinco meses la nueva librería, “La vendedora de libros”. Volteo a ver
su fachada y sonrío al sentir convencida que los sueños sí pueden llegar a
hacerse realidad y esa es la más fehaciente de las pruebas. Me siento contenta
por haberlo logrado.
Unos pocos pasos más adelante está la plaza y el palacio municipal. De allí
también emanan espíritus pero de otra estirpe. Espíritus que se han burlado del
pueblo, que se dedicaron a saquearlo y a llenar sus arcas personales con el dinero
que nos pertenecía a todos. Entristezco por eso, porque formo parte de un pueblo
aletargado que nada o poco ha hecho para rebelarse ante tanta corrupción.
Y casi para finalizar mi recorrido, observo el bello -por fuera por su estructura y por
dentro por su contenido- edificio histórico de la biblioteca regional Mahatma
Gandhi. Allí los espíritus literarios no duermen, pululan incesantes en espera de
lectores que los lleven a sus casas o los lean allí mismo. Espíritus que no pierden
la esperanza de ser acariciados, olfateados, valorados, pero sobre todas las
cosas, leídos.
Todos estos pensamientos transcurren por mi cabeza mientras mis piernas me
llevan a veces con mucho esfuerzo, otras no tanto, a finalizar mi carrera.
Pero por poco olvido escribir que también pienso en el amor. En lo sencillo que es
y lo complicado que se vuelve, o lo volvemos, o lo vuelvo, o las tres cosas. En lo
feliz que me siento –la mayoría de las veces- por sentirlo. Aunque mentiría si no
acepto que en algunas otras también me he sentido triste y decepcionada por su
culpa.
Pienso con mucha frecuencia en todo lo que la vida me da, lo pienso sobre todo al
ver mi mar tan majestuoso, al ver salir el sol y sentir su calidez. Al caminar
solitaria por las playas negras. Me siento tan afortunada y por ello agradezco.
Por fin me detengo ya de regreso al andador y camino unos metros más. Estiro,
me hidrato y una vez recuperada, regreso a casa para disponerme a empezar otra
carrera. La incesante carrera de la vida.
Patricia Valenzuela L.
"Sin embargo, poco después de dejar de correr, todo lo que he sufrido y todo lo miserable
que me he sentido se me olvidan, como si jamás hubieran sucedido, y ya vuelvo a estar
decidido a hacerlo mejor la próxima vez". Haruki Murakami
.
Lectura sugerida: De qué hablo cuando hablo de correr, de Haruki Murakami.