**El arte rupestre como regalo**
El municipio de Mulegé es mágico. Es un lugar de ensueño. Un territorio vasto, lleno
de maravillas naturales.
Conozco sus playas, mares, dunas, desierto, cañones. He tocado ballenas, visto
delfines, elefantes marinos, medusas, tiburones ballena, mantarrayas, tortugas, garzas,
águilas pescadoras, juancitos, venados, zorros, no obstante, estar parada frente a La
Pintada y Las Flechas ha sido, es y será una de las más fantásticas, increíbles e
inolvidables experiencias de toda mi vida.
Sólo aquellas personas que lo han vivido pueden comprender lo que escribo. Las que
conocen a través de fotografías, libros, documentales, podrán darse una idea, y las que
no, tienen que saber que cualquier esfuerzo que hagan por ir a conocerlas valdrá la
pena. Me refiero al Arte Rupestre, allá, en lo más recóndito de la Sierra de San
Francisco. A aproximadamente 30 kilómetros al norte de San Ignacio y 37, partiendo
de la desviación en la carretera México número 1.
Lo mejor es que no hay que esperar llegar allá para sorprenderse. Desde que se inicia
el viaje se pueden contemplar paisajes únicos: el desierto con su fálica hegemonía, la
puesta del sol que parece incendiar el horizonte; el mar Pacífico que a la lejanía se
observa tan manso y sumiso. Así se recorren el tramo pavimentado y sin pavimentar;
sus curvas y rectas, subidas y bajadas. Respirando cielo y tierra. Pensando cómo serán
aquellas pinturas de las que tanto se habla y que son Patrimonio de la Humanidad
–declaradas por la Unesco-, por lo tanto, tan mías como de cualquier otra persona.
Cómo fue posible que toda una comunidad cochimí, pudiera desaparecer sin que a
ciencia cierta se sepa que fue de ella. Muchas preguntas, muchas elucubraciones. Todo
eso aumenta mi ansiedad por llegar, por ver, respirar, oler ese pasado tan lejano,
como lo son los más de diez mil años que nos separan.
Sin embargo, llegar no es fácil, sino todo lo contrario. Recorrer aproximadamente de
15 a 20 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, a pie, en el mes de mayo, puede
leerse sencillo. Pero cuando se avanza sin que lo parezca, cuando se busca el arroyo y
nuestros ojos no lo alcanzan, cuando se levanta la vista y la cumbre no se divisa;
cuando el agua parece insuficiente, cuando creemos que el sol tiene algo personal
contra nosotros, es justo ahí que nos hacemos conscientes de nuestra pequeñez y
fragilidad; y por otro lado, de la grandeza de la naturaleza que se muestra tan altiva y
orgullosa, y nos ignora. En otros momentos tan noble y bondadosa. Bipolar sin duda.
Para fortuna de los que hemos podido ir, los guías que son originarios de la sierra casi
en su mayoría, aman su trabajo y están capacitados para conducirnos en el recorrido.
Ellos, con su trato amable siempre dispuestos, sencillos, tranquilos, respetuosos y
sonrientes, hacen junto con sus bestias menos dura la caminata. Conocen palmo a
palmo esos caminos pedregosos, angostos, empinados, que rayan en el voladero. Sus
impresionantes y majestuosas vistas.
El silencio que podemos escuchar sólo es interrumpido por el silbido del viento cuyo
diálogo nos acompaña. Es la oportunidad para conectarnos con la madre Tierra, con
nuestra propia alma, fortalecer, sí, el cuerpo, pero también el espíritu. Y al final del
camino, cuando se está a unos cuantos metros de esas cuevas, el corazón late muy
fuerte, a los ojos los humedecen las lágrimas, la sonrisa aflora. Emoción pura.
Ahí, frente a la sorprendida e incrédula vista del ser humano, están esas figuras
humanas –mujeres, hombres, niños- siempre estáticos. Figuras animales –venados,
conejos, pulpos, ballenas-, siempre en movimiento. Los elementos abstractos
–círculos, flechas, soles-, a veces en su propio plano cada una, otras, superpuestas
todas. Qué decir de los colores, predominan el rojo, negro, ocre y amarillo, ¿por qué?
Cada persona dice, imagina. Cada una tiene su propia hipótesis, su teoría. Y es que
también se realiza un ejercicio de imaginación combinado con datos científicos e
históricos. Es una fiesta donde cada quien opina, porque todas las personas ahí
presentes quieren ser partícipes, se sienten felices, perplejas y rebasadas ante tanta
historia, ante un pasado tan lejano y a la vez tan vivo. Otras en cambio, no menos
felices, no menos perplejas, preferimos guardar silencio y observar, conmovidas en
extremo. Compenetrarnos, sentirnos una de esas figuras.
Muchas preguntas quedan sin contestar, todo está tan lleno de misterio. La mente
humana no ha alcanzado a descifrar el por qué, el para qué, el cómo de todo aquello.
Después de todo me pregunto: ¿por qué no sólo vamos y nos plantamos frente a esas
pinturas y las disfrutamos sin cuestionar? Imposible.
Por último, para visitar las pinturas rupestres es obligatorio ir acompañados de un
guía certificado, pagar los derechos al INAH, ir con equipo y ropa apropiados y comida
y agua suficientes.
Siempre agradeceré por este maravilloso regalo de cumpleaños.
Patricia Valenzuela L.
Aquí en el municipio de Mulegé, saliendo de Guerrero Negro, una expedición de dos
días tiene un costo de 3500 pesos por persona –adulta- más menos. Puede parecer
demasiado, sin embargo, cuando nos damos cuenta de todo lo que implica la
organización y sobre todo el destino, el dinero a pagar pierde importancia.
Sólo una recomendación: si planean ir, no se creen grandes expectativas. No hace falta.
Serán rebasadas sin lugar a dudas.
Este es un recorrido hecho a la medida de aquellas personas amantes de Baja
California Sur, de la cultura, la naturaleza y el esfuerzo físico.
Lectura recomendada: Los últimos Californios, de Harry Crosby.